domingo, octubre 21, 2012

Mis amores con Sylvia Kristel en los años 70


La muerte en esta semana de Sylvia Kristel me trajo a la memoria muchos recuerdos de los años setenta, cuando llegué a estudiar a Bogotá. A mediados de 1975, recién llegado de la Escuela Naval de Cartagena, Bogotá fue para mi un gran descubrimiento, pues era una gran ciudad al lado de mi querida pero provinciana Ibagué. En lugar de los dos teatros que frecuentamos en Ibagué, Bogotá tenía decenas de posibilidades para un amante del cine, como yo siempre lo he sido. Tomé la decisión de ver cuantas películas fuera posible, solo o acompañado. Iba sobre todo a los cines de Chapinero, al Libertador, al Trevi, al Metropol, al Teusaquillo, también visitaba el Embajador, el Scala y el Almirante.

Devoré en esas tardes Tiburón, Carrie, Rocky, Taxi Driver, La Profecia, Doña Flor y sus dos maridos, El imperio de los sentidos, todas las películas de Woody Allen, más un largo etcétera de comedias, dramas y todo lo que estuviera en cartelera. 

En alguna de esas tardes de matiné conocí a Sylvia Kristel, en su gran película erótica Emmanuelle. El impacto de esa película en un muchacho de 18 años, llegado de un encierro de dos años en la Escuela Naval, fue bastante importante, por decir lo menos.

La belleza de Sylvia, sus ojos, sus dientes, su desnudez altiva y desafiante, son difíciles de entender ahora, pero en aquellos días me pegaron muy duro. Muchas noches de 1975 y 1976 soñaba con esa linda holandesa de 24 años.

En 1977 debí cambiar de universidad, cambio donde influyeron tantas tardes de películas setenteras, que no dejaban campo para estudiar.

Decidí en esta nueva universidad ajuiciarme y dedicarme al estudio, más cuando descubrí que me encantaba la economía, a diferencia de mis intentos fallidos de ser un ingeniero.

Una mañana, en uno de los huecos entre clases, quedé impactado, con los ojos desorbitados y la boca abierta. ¡Sylvia Kristel estudiaba en la Tadeo! Pasó a mi lado una niña con la misma cara de Sylvia, sus mismos dientes, sus ojos hermosos, sus largas pestañas. La seguí sobrecogido. Encontré su salón. No sabía que decirle, pero necesitaba conocerla, decirle que había visto sus películas, que me encantaba, que soñaba con ella. No recuerdo bien que pasó, pero con los días encontré fuerzas para hablarle, para saber que también era primípara, que estudiaba Ingeniería de Alimentos, que era muy inteligente, que tenía un Renault 4 azul, que detestaba a los primíparos provincianos como yo.

En vacaciones de julio del 77 tomé la decisión de cambiar mi look, entre otras cosas para que Sylvia se fijara en mi. Me dejé crecer la barba y llegué muy orgulloso a la Tadeo. La estrategia funcionó. Sylvia se quedó tan estupefacta como yo cuando la conocí. Me miró con gran sorpresa, me buscó y nos convertimos en amigos. Ella era hija de un conocido médico de Bogotá, le encantaba la música protesta de aquellos días, era muy madura, muy independiente, tenía grandes planes, le encantaba su carrera y estaba muy lejos de mi alcance. Fui un par de veces a su casa, la llevé al Teatro Colón a ver a su ídolo Paco Ibáñez, de pronto alguna vez le cogí su mano. Pero para mi era siempre la Sylvia de las películas y nunca llegué a ver realmente a la gran mujer que era mi amiga universitaria.

Con el tiempo, nos separamos. Nos veíamos en la universidad, pero yo ya tenía novia estable y ella estaba muy dedicada a su carrera. Al final de los 5 años, Sylvia me buscó para proponerme una gran idea, bastante adelantada para su tiempo. Quería que hiciéramos la tesis de grado  en compañía. Ella haría los aspectos técnicos del proyecto, yo sería el encargado de los aspectos económicos y de la redacción de la tesis. Acepté encantado.


Fuimos a las dos facultades, nos aceptaron el proyecto y comenzamos a trabajar. Pero algún profesor la convenció de hacer otra cosa y me buscó nuevamente, para decirme que ya no podíamos trabajar juntos. Me dolió mucho. Terminé no haciendo nada, entré a trabajar y nunca la volví a ver. Hasta la semana pasada, cuando la verdadera Sylvia murió.

Sylvia Kristel fue el sueño erótico de muchos adolescentes en los años setenta. Pero para mi fue una mujer verdadera, mi amiga de universidad, la que me llevaba a mi casa en su Renault 4 azul, la mujer por la que me dejé crecer la barba, aquella con la que casi hago mi tesis de grado. Gracias, Sylvia, por tantos recuerdos, descansa en paz.